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De pronto, el sonido irregular de la lluvia me rescata de mí mismo. Me arranca del precipicio al que me asomaba. Logro enfocar la mirada y atravesar con ella mi ventana. Le sonrío a los ríos de agua que lamen el cristal y poco a poco voy sintiéndome más ligero. Ya no puedo más, cojo mis cosas y me escapo de esa jaula que todas las noches me ve dormir. Quiero ayudar a las aceras a secarse con mis pies, a dejar que lo que moje el agua sean mis huellas, mi cara y mis brazos. Que lo que me acompañe sea el olor a tormenta que tanto me gusta y que las gotas enfríen mi cabeza en llamas. Por fin, respiro hondo al tiempo que el cielo se me regala amablemente, guardo mis manos en los bolsillos y dejo que mis piernas me lleven a donde ellas quieran, que no quiero pensar en nada, ni siquiera en cuando volveré. Sólo busco huir del sonido que retumba en mi pecho.
Una hora caminando y cantando mentalmente las canciones que salen solas. Una hora sin ser consciente de sus sesenta minutos, sin ser consciente de lo que me rodea. Sólo veo la punta de mis pies mojados y las gotas que se escurren por mi pelo. Y sigo cantando de camino a mi casa. No sé cómo llamar a lo que albergo, que nunca comprendo, que a veces zozobra, pero que siempre va a la deriva. Menos mal que las calles no mueren, que siempre están ahí para ser pisadas, para soportar nuestro peso cuando nosotros no podemos.